CAPÍTULO IV
Dormía incómodo, cualquier posición
se antojaba irritante y los hombros estorbaban allá donde estuvieran. Las
rodillas se extendían y contraían molestando a su compañera de cama. La
respiración, acelerada y oscilante interrumpía el descanso de unos músculos
agotados.
Los pensamientos se agolpaban en una
cascada salpicando por doquier imágenes antiguas, nuevas y futuras. Los
párpados querían cerrarse con fuerza, tapando con un telón invisible, toda
aquella marabunta de ideas y figuraciones, pero la pátina blanca que estallaba
en cuanto dejaba de estrangular su mirada, deshacía aquel muro imaginario
agolpando en la punta de sus pupilas todo aquello que no quería ver.
“Niñato engreído”, “Si sales por esa
puerta no vuelvas”, “Quién te crees que eres”, “Dónde crees que vas”, “Venga,
levanta la mano a tu padre”, “Hijo, por favor, déjalo”, “Lo siento madre”,
“tócala si te atreves”, “déjame”, “Ya no te quiero”, “Hay otro”, “Me voy”.
Las frases inconexas, se
repetían, los matices cambiaban, empeoraban, y evolucionaban con cambios nunca
ocurridos. Imágenes de violencia, de sangre, de maquinaciones. Se sentía
ultrajado. Y cuanto más humillado se sentía, mayor era ese deseo de venganza
que anegaba su corazón y su mente. La oscuridad hacía presa de él, trataba de
resistirse. Las sombras acampaban en su imaginación asolando un paraje yermo de
arena gris. No había nada, solo vacío. Personajes conocidos e inventados
pululaban por caminos sin marcar atravesándose unos a otros sin siquiera
levantar la mirada. La luz que alumbraba este desolado paisaje tenía una
tonalidad artificial. Enfocaba momentos concretos para borrarlos al instante.
Impedía discernir los rostros o los iluminaba claramente. Rasgaba el cielo
dejando entrar demonios alados al tiempo que quemaba figuras de cera inmóviles.
Las nubes circulaban de allá para acá creando formas irreales. De pronto
tocaban el suelo como subían y se deshilachaban creando otras nuevas. El
horizonte se perdía en un infinito que se alejaba y la orientación más básica
era inútil. El norte, el sur, el este y el oeste, se confundían, el suelo
giraba sobre su eje y la sensación de vértigo se apoderaba de la tierra.
Garras aplastando una cabeza,
“¿la de su padre?, no, no puede ser”. Figuras antropomorfas y desfiguradas,
perseguían a los actores de sus recuerdos, los mutilaban. Conspiraban entre
ellos para atacar y le miraban pidiendo permiso. Podía sentir como encontraban
sus ojos entre aquel infierno suplicando su aprobación. Y él se la daba. No
había duda. Aquel espacio desértico, libre de la mano de Dios, era suyo. Su
creación.
Quería escapar, alejarse de
aquello, pero sabía, en lo más profundo de su corazón, que lo amaba, se sentía
tan parte de aquel mundo idealizado como de la piel que cubría su cuerpo. Desde
lo alto de aquella atalaya, urdía con sosegado esmero sus más ansiados deseos.
La carne, la realidad, era el elemento en el que debía actuar, pero aquí; aquí
se sentía un Dios. Salvaje y cruel como la naturaleza misma. Las muescas de su
corazón le obligaban a cobrarse todas aquellas deudas que merecía cobrar.
Se vió bajando unas largas
escaleras hasta llegar al primer hombre barbado que en pie sin gesto alguno y
con la mirada perdida se encontró. Con las dos manos agarró su cabeza y apoyó
su frente contra él. Le acarició la mejilla y bajó por su cuello tocando con la
yema de los dedos cada perfil de su pecho desnudo. Palpó el corazón, latía con
intensidad y aquello excitó todas sus articulaciones. Siguió descendiendo hasta
el estómago y con un movimiento rápido y preciso atravesó los intestinos del
desdichado, llegado a marcar sus afiladas uñas a través de la pared interior de
la espalda.
El personaje vomitó sangre y los
ojos se le abrieron de par en par rogando. Por primera vez notaba un atisbo de
emoción en esos trozos de carne macilenta que inundaban su mundo. Extrajo
lentamente la mano. Estaba ensangrentada. El color rojo intenso destacaba en
aquel rincón mortecino. Las gotas golpeaban el suelo levantando el polvo y la
vida, si se la podía definir así, se apagaba poco a poco. Los nervios le
atacaban, precisaba sentir ese desvanecimiento de la llama, lo necesitaba con
urgencia. Volvió a posar su mano en el pecho pero solo tuvo tiempo de notar el
último latido.
Se enfadó, sintió más ira si
cabe, apartó bruscamente al muerto y buscó con la mirada otro ser que le se
satisficiese. Otra figura sin rostro de gran altura y musculosa apareció
andando sin dirección. La sangre se le revolución. Sonrió y corrió hasta su
víctima y sin mediar ningún preámbulo asestó cuantas cuchilladas pudo con un
puñal quien sabe de dónde aparecido. Toda aquella sangre manchó sus ropas, pero
daba igual, los ojos se le querían desencajar de sus orbitas y algo parecido a
la felicidad le removía por dentro. Se tumbó junto al cadáver boca arriba,
mirando el vacío, maravillándose de su creación. Apreció que tenía el pulso acelerado y la respiración entrecortada.
Trató de calmarse pero las ansias podían con él. El cansancio no existía en su
mundo. Se puso en pie y continuó su búsqueda. Atravesó un portal y se vió en su
casa, en Selana, un pequeño cuarto con cuatro puertas y una balconada frontal en
una segunda planta de un bloque de viviendas en la periferia que rodeaban los
muros de la capital.
Era pequeño, muy pequeño,
demasiado para ver su reflejo en el espejo central. Pero escaló por las sillas
hasta la mesa ovalada alzándose hasta tocarlo. Se vió aniñado, con el pelo como
si se lo hubieran cortado usando un orinal. El lateral de su cara amoratada le
dolía al tocarse con aquellas manitas que apenas podían levantar peso. Una voz,
como un susurro intentando gritar se acercaba desde una de las puertas, la más
cercana a la mesa en que estaba encaramado. El miedo le sobrevino, y en
cuclillas, asustado agachó la cabeza tratando de esconderla entre las piernas.
“No”, se dijo, “este es mi mundo,
y no volverás a hacerme daño”. Se sobrepuso, y agarró un jarrón de porcelana
situándolo por encima de su menudo cuerpo. Los pasos se acercaron y un monstruo
deforme atravesó el umbral bramando y expulsando humo por su boca. Podría haber
tenido miedo, pero no, allí no. Estampó el jarrón con todas sus fuerzas sobre
la cabeza del engendro. Debido al golpe, la porcelana se partió en mil pedazos
dejándolo desorientado. De un salto, el pequeño ser en el que se veía
convertido calló al suelo de placas de madera y sin ningún tipo de duda agarró
la cerámica más grande que pudo ver y atravesó el corazón de la bestia
empapándose de una sangre negruzca y el sudor frío que desprendía su propio
cuerpo. Aulló intentando escapar pero el niño no la dejó ir, rajó el pecho
hasta lo que parecía un ombligo y mordió los intestinos cual fiera acabando con
su presa. No era un niño lo que atacaba con ojos desnortados, era un animal. Un
animal que no comprendía el miedo, ni el respeto, ni la moral más mínima.
Todo alrededor cambió con un
pestañeo. En una habitación blanca, una mujer sentada en un taburete lloraba,
el cabello castaño le tapaba la cara, y las manos impedían ver sus facciones.
Pero era familiar de algún modo. Se vió dando un paso, luego otro, y otro y
otro más hasta que levanto la vista y se dio cuenta que la figura femenina se
alejaba con cada zancada. Por muy veloz que la diera, por más que se esforzara,
no podía llegar a consolarla. Se alejó hasta tal punto de su alcance que ya no
pudo distinguirla al ponerse en pie y bajar los brazos.
Otra figura, como un punto rojo,
se acercó por detrás y de pronto, aquel vestido blanco que llevaba la mujer, se
manchó de un carmesí escandaloso hasta tocar el suelo. Corrió y corrió sin
mirar atrás, consiguió acercarse, pero cuando estuvo a punto de rozar a las dos
figuras con la yema de los dedos, se desvanecieron igual que la bruma con el
viento. Abatido, se arrodilló hasta tocar las gotas de sangre que allí quedaron
cual restos de una pintura. Tumbó la cara contra el suelo y los brazos se
quedaron a la altura de la cabeza. Como si la extenuación se hubiera dado con
su cuerpo. Sintió desfallecer, por un segundo pareció dejar de respirar y su
ser calló por un precipicio invisible sin fin.
Levedad y abismo se hicieron uno
con él y en la caída sintió paz. El tiempo dejó de tener sentido, la ingravidez
se alimentó de la caída con la que su quimera avanzaba, y en el ocaso de la
ilusión, la luz que por doquier resplandecía se consumió hasta volver a dejarlo
a oscuras.
Pasarían, segundos, minutos,
horas, días, meses, años, lustros y siglos. Al final de los tiempos, una vela
en el centro de una sala sin paredes, prendió su mecha, iluminando con sus colores
amarillentos una burbuja de sosiego rota por los gemidos distantes de algún
animal. Escudriñó tratando de acostumbrarse a aquella estancia macilenta
provocada por la llama. Tentó sin encontrar apoyo y siguió el sonido de los
suspiros y aspiraciones irregulares que cada vez más cerca escuchaba. Atravesó
un dintel sujeto a ningún lugar y vió a Serhae desnuda, cubierta con el cuerpo
de otro hombre mientras gemía lascivamente con los ojos cerrados hincando las
uñas en la espalda de aquel que la poseía.
Un rayo partió su alma, su
corazón se paró, notó como la sangre había dejado de fluir y el cerebro pulsó
interruptores que centelleaban en todo su cuerpo. Los temblores de las manos
aparecieron, trató de seguir sintiéndose el amo de aquel universo inventado,
las piernas le fallaron y volvió a caer de rodillas al suelo. Las lágrimas
huyeron de sus ojos y la rabia se apoderó de su razón.
Cerró los puños hasta sangrar, la
espalda se erizó marcando la columna como si de una cresta se tratara. Los
músculos del cuello destacaron sobre los hombros inclinados para atrás. Alzó la
barbilla mientras la mandíbula apretaba contra el maxilar. Las fosas nasales se
ensancharon y el ceño se arrugó uniendo las dos cejas bajo unos ojos
enrojecidos.
Serhae abrió los ojos y le miró. Ni
siquiera se inmutó. Mostró una sonrisa indiferente y siguió danzando al compás
del sexo animal que mantenía con la figura. Gritó. Parecía que quisiera
provocar aún más al desolado soñador. Apoyando sus manos sobre los hombros de
su pareja, le instó a bajar por todo su cuerpo mostrando sus pechos en todo su
esplendor. La cabeza del amante descendió suavemente surcando cada curva.
Mordió las ingles con delicadeza y aquella mujer ronroneó cual gato henchido de
placer. Asido a la cintura comenzó lamer todo su genital excitándola sin mesura
y cuando ya no pudo aguantar más, aceleró los espasmos de su cuerpo hasta
soltar una leve carcajada que dio fin a aquella pesadilla.
El animal a cuatro patas que luchaba
por detener aquella escena se sintió encadenado. Algo imperceptible tiraba de
él impidiendo que atacara, que escapase e incluso que cerrara los ojos para no
mirar. Ya no sentía amor, ni dolor, ni pena. Solo quedaba el odio, un odio
visceral e indómito que seguía tirando de sus ataduras a pesar de rasgarle la
piel.
Tiró, arañó el suelo, lanzó
mordiscos al aire, rugió desesperado… La piel de todo el cuerpo se le fue
desgarrando por acción de los tirones. La carne, rojiza y sanguinolenta se
desprendió del pellejo inerte quedo en el suelo como girones. Se vió liberado
de sus grilletes y saltó sobre la pareja que seguía acariciándose
candorosamente. Saltó como cualquier felino hubiera hecho, como cualquier
bestia hubiese deseado hacer tras días sin probar bocado. Se sintió una fiera
hambrienta, ya no había siquiera odio ni desprecio, tan solo instinto. Instinto
cruel, básico y primordial.
Sus manos y sus pies dejaron de ser los
suyos para convertirse en garras. Los dientes sin la protección de los labios, destacaron
unos colmillos prominentes abriéndose como las fauces de un lobo. La mirada, si
en algún instante fue humana, abandonó toda condición clavándose en los cuerpos
tal que acero incandescente.
Con un zarpazo despegó el cuerpo
varonil del de la mujer. Tan solo un movimiento necesitó para cortar carne y
hueso y esparcirlo por todo el suelo. Miró a la hembra humana de arriba abajo,
la olfateó sin dejar de gotear su sangre sobre la miserable, acercó lo que
antes fue su boca hasta sus labios. Tan solo hubo milímetros entre ellos. La
muchacha, estupefacta y paralizada, giró su cuello tratando de apartar su
mirada de la de la bestia, su cuerpo desnudo se tensó, no como antes, aquella
tensión la provocaba el miedo y el pánico. Su mente envió señales para que escapara,
el sudor frío la corrió por la espalda y el temblor que momentos antes la hubo
encendido, montó sus músculos provocándole un dolor que no podía mostrar. Cerró
los ojos y lloró. Las lágrimas cayeron a raudales sobre su cara hasta bañar sus
pecas, y entrar en sus labios. Mojó sus pechos, bajando hasta inundar su
ombligo y acabar en su vagina.
El monstruo desollado, se sintió
contrariado, miró los ojos de aquella cría y siguió el riachuelo que formaban
las lágrimas hasta la matriz. Respiró hondo, observó la habitación con
curiosidad. Con la zarpa más cercana, agarró la cabeza desprendida del cuerpo
del hombre. La giró y la sangre se le alteró hasta explotar en un millar de
sentimientos coléricos. Aquella cabeza era la misma que el monstruo tuvo antes
de descarnarse. Era su reflejó, es decir, ¿era él, o no lo era? La mente de ese
animal no concebía lo que veía ni lo podía asimilar. Se giró bruscamente hacia
la muchacha y con una ferocidad inhumana abrió sus poderosas fauces hasta
desencajarlas de manera innatural mientras rugía violentamente y se abalanzaba
sobre la desdichada chiquilla.
De un sobresalto, despertó entre
sudores fríos y temblores. La pesadilla fue demasiado real. Aquel sueño había
mellado en su toda su alma, enarbolando cada miedo, y cada terror que creía
tener escondidos. Se estremeció al contemplar los charcos en las sábanas. Contempló
con pánico la velocidad con la que los latidos impulsaban al corazón para tratar
de salir de su cuerpo. Tiritó. Quiso
llorar. Sintió la soledad de aquel que no sabe responder. Un grito quiso salir
a toda velocidad para calmar sus ansias pero se ahogó. Se vió sumido en una
realidad difusa sin tener la seguridad de seguir soñando. Cruzó sus brazos
contra el pecho y arañó cada músculo a su paso. Encogió las rodillas, como en
su sueño, hasta pegarlas a la barbilla y se desarropó por completo, viéndose
aún más desvalido.
Trató de sobreponerse. Se rodeó en
la cama y palpó el frio suelo de tierra compacta. Se sintió aliviado al verse aplastado
por la cruda realidad que dominaba su vida y por un momento respiró sereno.
Calló en la cuenta de algo en lo que, debido a su pesadilla, no había caído.
Serhae permanecía a su lado, dormida, soñando quizás con una vida mejor, una
vida para la que estaba destinada, una vida, que él, con esa prepotencia de la
que siempre hacía gala, le había arrebatado. Nunca tenía que haber conocido a
aquella princesa. Señor. ¿En qué pesó? Una muchacha así solo debía tener dicha
y alegrías. En qué universo se suponía que él podría mantener viva la llama del
amor sin ninguno de los placeres materiales que te da la estabilidad económica.
Cuanto más la miraba, más hondo era
el sentimiento de culpa. La pesadilla no había hecho más que soltar aquel
resorte que le ninguneaba y arredraba hasta volverle polvo. Volvió a mirarla.
Apoyó sus brazos sobre el colchón y la besó en la frente con toda la dulzura de
la que fue capaz. La lástima volvió a desbordarse en él y suspiró.
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