martes, 17 de junio de 2014

OLVIDO DE GODARIA - IRA - CAPÍTULO IV



CAPÍTULO IV
            Dormía incómodo, cualquier posición se antojaba irritante y los hombros estorbaban allá donde estuvieran. Las rodillas se extendían y contraían molestando a su compañera de cama. La respiración, acelerada y oscilante interrumpía el descanso de unos músculos agotados.
            Los pensamientos se agolpaban en una cascada salpicando por doquier imágenes antiguas, nuevas y futuras. Los párpados querían cerrarse con fuerza, tapando con un telón invisible, toda aquella marabunta de ideas y figuraciones, pero la pátina blanca que estallaba en cuanto dejaba de estrangular su mirada, deshacía aquel muro imaginario agolpando en la punta de sus pupilas todo aquello que no quería ver.
            “Niñato engreído”, “Si sales por esa puerta no vuelvas”, “Quién te crees que eres”, “Dónde crees que vas”, “Venga, levanta la mano a tu padre”, “Hijo, por favor, déjalo”, “Lo siento madre”, “tócala si te atreves”, “déjame”, “Ya no te quiero”, “Hay otro”, “Me voy”.
Las frases inconexas, se repetían, los matices cambiaban, empeoraban, y evolucionaban con cambios nunca ocurridos. Imágenes de violencia, de sangre, de maquinaciones. Se sentía ultrajado. Y cuanto más humillado se sentía, mayor era ese deseo de venganza que anegaba su corazón y su mente. La oscuridad hacía presa de él, trataba de resistirse. Las sombras acampaban en su imaginación asolando un paraje yermo de arena gris. No había nada, solo vacío. Personajes conocidos e inventados pululaban por caminos sin marcar atravesándose unos a otros sin siquiera levantar la mirada. La luz que alumbraba este desolado paisaje tenía una tonalidad artificial. Enfocaba momentos concretos para borrarlos al instante. Impedía discernir los rostros o los iluminaba claramente. Rasgaba el cielo dejando entrar demonios alados al tiempo que quemaba figuras de cera inmóviles. Las nubes circulaban de allá para acá creando formas irreales. De pronto tocaban el suelo como subían y se deshilachaban creando otras nuevas. El horizonte se perdía en un infinito que se alejaba y la orientación más básica era inútil. El norte, el sur, el este y el oeste, se confundían, el suelo giraba sobre su eje y la sensación de vértigo se apoderaba de la tierra.
Garras aplastando una cabeza, “¿la de su padre?, no, no puede ser”. Figuras antropomorfas y desfiguradas, perseguían a los actores de sus recuerdos, los mutilaban. Conspiraban entre ellos para atacar y le miraban pidiendo permiso. Podía sentir como encontraban sus ojos entre aquel infierno suplicando su aprobación. Y él se la daba. No había duda. Aquel espacio desértico, libre de la mano de Dios, era suyo. Su creación.
Quería escapar, alejarse de aquello, pero sabía, en lo más profundo de su corazón, que lo amaba, se sentía tan parte de aquel mundo idealizado como de la piel que cubría su cuerpo. Desde lo alto de aquella atalaya, urdía con sosegado esmero sus más ansiados deseos. La carne, la realidad, era el elemento en el que debía actuar, pero aquí; aquí se sentía un Dios. Salvaje y cruel como la naturaleza misma. Las muescas de su corazón le obligaban a cobrarse todas aquellas deudas que merecía cobrar.
Se vió bajando unas largas escaleras hasta llegar al primer hombre barbado que en pie sin gesto alguno y con la mirada perdida se encontró. Con las dos manos agarró su cabeza y apoyó su frente contra él. Le acarició la mejilla y bajó por su cuello tocando con la yema de los dedos cada perfil de su pecho desnudo. Palpó el corazón, latía con intensidad y aquello excitó todas sus articulaciones. Siguió descendiendo hasta el estómago y con un movimiento rápido y preciso atravesó los intestinos del desdichado, llegado a marcar sus afiladas uñas a través de la pared interior de la espalda.
El personaje vomitó sangre y los ojos se le abrieron de par en par rogando. Por primera vez notaba un atisbo de emoción en esos trozos de carne macilenta que inundaban su mundo. Extrajo lentamente la mano. Estaba ensangrentada. El color rojo intenso destacaba en aquel rincón mortecino. Las gotas golpeaban el suelo levantando el polvo y la vida, si se la podía definir así, se apagaba poco a poco. Los nervios le atacaban, precisaba sentir ese desvanecimiento de la llama, lo necesitaba con urgencia. Volvió a posar su mano en el pecho pero solo tuvo tiempo de notar el último latido.
Se enfadó, sintió más ira si cabe, apartó bruscamente al muerto y buscó con la mirada otro ser que le se satisficiese. Otra figura sin rostro de gran altura y musculosa apareció andando sin dirección. La sangre se le revolución. Sonrió y corrió hasta su víctima y sin mediar ningún preámbulo asestó cuantas cuchilladas pudo con un puñal quien sabe de dónde aparecido. Toda aquella sangre manchó sus ropas, pero daba igual, los ojos se le querían desencajar de sus orbitas y algo parecido a la felicidad le removía por dentro. Se tumbó junto al cadáver boca arriba, mirando el vacío, maravillándose de su creación. Apreció que tenía el  pulso acelerado y la respiración entrecortada. Trató de calmarse pero las ansias podían con él. El cansancio no existía en su mundo. Se puso en pie y continuó su búsqueda. Atravesó un portal y se vió en su casa, en Selana, un pequeño cuarto con cuatro puertas y una balconada frontal en una segunda planta de un bloque de viviendas en la periferia que rodeaban los muros de la capital.
Era pequeño, muy pequeño, demasiado para ver su reflejo en el espejo central. Pero escaló por las sillas hasta la mesa ovalada alzándose hasta tocarlo. Se vió aniñado, con el pelo como si se lo hubieran cortado usando un orinal. El lateral de su cara amoratada le dolía al tocarse con aquellas manitas que apenas podían levantar peso. Una voz, como un susurro intentando gritar se acercaba desde una de las puertas, la más cercana a la mesa en que estaba encaramado. El miedo le sobrevino, y en cuclillas, asustado agachó la cabeza tratando de esconderla entre las piernas.
“No”, se dijo, “este es mi mundo, y no volverás a hacerme daño”. Se sobrepuso, y agarró un jarrón de porcelana situándolo por encima de su menudo cuerpo. Los pasos se acercaron y un monstruo deforme atravesó el umbral bramando y expulsando humo por su boca. Podría haber tenido miedo, pero no, allí no. Estampó el jarrón con todas sus fuerzas sobre la cabeza del engendro. Debido al golpe, la porcelana se partió en mil pedazos dejándolo desorientado. De un salto, el pequeño ser en el que se veía convertido calló al suelo de placas de madera y sin ningún tipo de duda agarró la cerámica más grande que pudo ver y atravesó el corazón de la bestia empapándose de una sangre negruzca y el sudor frío que desprendía su propio cuerpo. Aulló intentando escapar pero el niño no la dejó ir, rajó el pecho hasta lo que parecía un ombligo y mordió los intestinos cual fiera acabando con su presa. No era un niño lo que atacaba con ojos desnortados, era un animal. Un animal que no comprendía el miedo, ni el respeto, ni la moral más mínima.
Todo alrededor cambió con un pestañeo. En una habitación blanca, una mujer sentada en un taburete lloraba, el cabello castaño le tapaba la cara, y las manos impedían ver sus facciones. Pero era familiar de algún modo. Se vió dando un paso, luego otro, y otro y otro más hasta que levanto la vista y se dio cuenta que la figura femenina se alejaba con cada zancada. Por muy veloz que la diera, por más que se esforzara, no podía llegar a consolarla. Se alejó hasta tal punto de su alcance que ya no pudo distinguirla al ponerse en pie y bajar los brazos.
Otra figura, como un punto rojo, se acercó por detrás y de pronto, aquel vestido blanco que llevaba la mujer, se manchó de un carmesí escandaloso hasta tocar el suelo. Corrió y corrió sin mirar atrás, consiguió acercarse, pero cuando estuvo a punto de rozar a las dos figuras con la yema de los dedos, se desvanecieron igual que la bruma con el viento. Abatido, se arrodilló hasta tocar las gotas de sangre que allí quedaron cual restos de una pintura. Tumbó la cara contra el suelo y los brazos se quedaron a la altura de la cabeza. Como si la extenuación se hubiera dado con su cuerpo. Sintió desfallecer, por un segundo pareció dejar de respirar y su ser calló por un precipicio invisible sin fin.
Levedad y abismo se hicieron uno con él y en la caída sintió paz. El tiempo dejó de tener sentido, la ingravidez se alimentó de la caída con la que su quimera avanzaba, y en el ocaso de la ilusión, la luz que por doquier resplandecía se consumió hasta volver a dejarlo a oscuras.
Pasarían, segundos, minutos, horas, días, meses, años, lustros y siglos. Al final de los tiempos, una vela en el centro de una sala sin paredes, prendió su mecha, iluminando con sus colores amarillentos una burbuja de sosiego rota por los gemidos distantes de algún animal. Escudriñó tratando de acostumbrarse a aquella estancia macilenta provocada por la llama. Tentó sin encontrar apoyo y siguió el sonido de los suspiros y aspiraciones irregulares que cada vez más cerca escuchaba. Atravesó un dintel sujeto a ningún lugar y vió a Serhae desnuda, cubierta con el cuerpo de otro hombre mientras gemía lascivamente con los ojos cerrados hincando las uñas en la espalda de aquel que la poseía.
Un rayo partió su alma, su corazón se paró, notó como la sangre había dejado de fluir y el cerebro pulsó interruptores que centelleaban en todo su cuerpo. Los temblores de las manos aparecieron, trató de seguir sintiéndose el amo de aquel universo inventado, las piernas le fallaron y volvió a caer de rodillas al suelo. Las lágrimas huyeron de sus ojos y la rabia se apoderó de su razón.
            Cerró los puños hasta sangrar, la espalda se erizó marcando la columna como si de una cresta se tratara. Los músculos del cuello destacaron sobre los hombros inclinados para atrás. Alzó la barbilla mientras la mandíbula apretaba contra el maxilar. Las fosas nasales se ensancharon y el ceño se arrugó uniendo las dos cejas bajo unos ojos enrojecidos.
            Serhae abrió los ojos y le miró. Ni siquiera se inmutó. Mostró una sonrisa indiferente y siguió danzando al compás del sexo animal que mantenía con la figura. Gritó. Parecía que quisiera provocar aún más al desolado soñador. Apoyando sus manos sobre los hombros de su pareja, le instó a bajar por todo su cuerpo mostrando sus pechos en todo su esplendor. La cabeza del amante descendió suavemente surcando cada curva. Mordió las ingles con delicadeza y aquella mujer ronroneó cual gato henchido de placer. Asido a la cintura comenzó lamer todo su genital excitándola sin mesura y cuando ya no pudo aguantar más, aceleró los espasmos de su cuerpo hasta soltar una leve carcajada que dio fin a aquella pesadilla.
            El animal a cuatro patas que luchaba por detener aquella escena se sintió encadenado. Algo imperceptible tiraba de él impidiendo que atacara, que escapase e incluso que cerrara los ojos para no mirar. Ya no sentía amor, ni dolor, ni pena. Solo quedaba el odio, un odio visceral e indómito que seguía tirando de sus ataduras a pesar de rasgarle la piel.
            Tiró, arañó el suelo, lanzó mordiscos al aire, rugió desesperado… La piel de todo el cuerpo se le fue desgarrando por acción de los tirones. La carne, rojiza y sanguinolenta se desprendió del pellejo inerte quedo en el suelo como girones. Se vió liberado de sus grilletes y saltó sobre la pareja que seguía acariciándose candorosamente. Saltó como cualquier felino hubiera hecho, como cualquier bestia hubiese deseado hacer tras días sin probar bocado. Se sintió una fiera hambrienta, ya no había siquiera odio ni desprecio, tan solo instinto. Instinto cruel, básico y primordial.
            Sus manos y sus pies dejaron de ser los suyos para convertirse en garras. Los dientes sin la protección de los labios, destacaron unos colmillos prominentes abriéndose como las fauces de un lobo. La mirada, si en algún instante fue humana, abandonó toda condición clavándose en los cuerpos tal que acero incandescente. 
            Con un zarpazo despegó el cuerpo varonil del de la mujer. Tan solo un movimiento necesitó para cortar carne y hueso y esparcirlo por todo el suelo. Miró a la hembra humana de arriba abajo, la olfateó sin dejar de gotear su sangre sobre la miserable, acercó lo que antes fue su boca hasta sus labios. Tan solo hubo milímetros entre ellos. La muchacha, estupefacta y paralizada, giró su cuello tratando de apartar su mirada de la de la bestia, su cuerpo desnudo se tensó, no como antes, aquella tensión la provocaba el miedo y el pánico. Su mente envió señales para que escapara, el sudor frío la corrió por la espalda y el temblor que momentos antes la hubo encendido, montó sus músculos provocándole un dolor que no podía mostrar. Cerró los ojos y lloró. Las lágrimas cayeron a raudales sobre su cara hasta bañar sus pecas, y entrar en sus labios. Mojó sus pechos, bajando hasta inundar su ombligo y acabar en su vagina.
            El monstruo desollado, se sintió contrariado, miró los ojos de aquella cría y siguió el riachuelo que formaban las lágrimas hasta la matriz. Respiró hondo, observó la habitación con curiosidad. Con la zarpa más cercana, agarró la cabeza desprendida del cuerpo del hombre. La giró y la sangre se le alteró hasta explotar en un millar de sentimientos coléricos. Aquella cabeza era la misma que el monstruo tuvo antes de descarnarse. Era su reflejó, es decir, ¿era él, o no lo era? La mente de ese animal no concebía lo que veía ni lo podía asimilar. Se giró bruscamente hacia la muchacha y con una ferocidad inhumana abrió sus poderosas fauces hasta desencajarlas de manera innatural mientras rugía violentamente y se abalanzaba sobre la desdichada chiquilla.
            De un sobresalto, despertó entre sudores fríos y temblores. La pesadilla fue demasiado real. Aquel sueño había mellado en su toda su alma, enarbolando cada miedo, y cada terror que creía tener escondidos. Se estremeció al contemplar los charcos en las sábanas. Contempló con pánico la velocidad con la que los latidos impulsaban al corazón para tratar de  salir de su cuerpo. Tiritó. Quiso llorar. Sintió la soledad de aquel que no sabe responder. Un grito quiso salir a toda velocidad para calmar sus ansias pero se ahogó. Se vió sumido en una realidad difusa sin tener la seguridad de seguir soñando. Cruzó sus brazos contra el pecho y arañó cada músculo a su paso. Encogió las rodillas, como en su sueño, hasta pegarlas a la barbilla y se desarropó por completo, viéndose aún más desvalido.
            Trató de sobreponerse. Se rodeó en la cama y palpó el frio suelo de tierra compacta. Se sintió aliviado al verse aplastado por la cruda realidad que dominaba su vida y por un momento respiró sereno. Calló en la cuenta de algo en lo que, debido a su pesadilla, no había caído. Serhae permanecía a su lado, dormida, soñando quizás con una vida mejor, una vida para la que estaba destinada, una vida, que él, con esa prepotencia de la que siempre hacía gala, le había arrebatado. Nunca tenía que haber conocido a aquella princesa. Señor. ¿En qué pesó? Una muchacha así solo debía tener dicha y alegrías. En qué universo se suponía que él podría mantener viva la llama del amor sin ninguno de los placeres materiales que te da la estabilidad económica.
            Cuanto más la miraba, más hondo era el sentimiento de culpa. La pesadilla no había hecho más que soltar aquel resorte que le ninguneaba y arredraba hasta volverle polvo. Volvió a mirarla. Apoyó sus brazos sobre el colchón y la besó en la frente con toda la dulzura de la que fue capaz. La lástima volvió a desbordarse en él y suspiró.

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