martes, 17 de junio de 2014

OLVIDO DE GODARIA - IRA - CAPÍTULO I



EL OLVIDO DE GODARIA – IRA
PRÓLOGO
            Sujeto la desgastada pipa mientras acabo con los últimos posos de tabaco que contiene, inhalo el humo sintiéndolo en mi interior, recorriendo rápidamente mi garganta hasta perderse en mi pecho, dejo que repose en mis pulmones, no demasiado, solo unos segundos; exhalo pausadamente, el humo viaja tranquilo hasta mi boca recién cubierta por aromas lejanos. La bocanada enturbia el aire alejándose dirección al cristal que como muro impide su salida al frío de la noche. Durante un instante, se paraliza, y estática me observa amenazante, desafiando mi cordura “he estado dentro de ti, se quién eres, no deberías contarlo”.
No soy persona de muchas palabras, tal vez hubo un tiempo en que se dijera de mi lo contrario; pecados de la juventud que no recuerdan el número de bocas y oídos que tenemos; Me cuesta la misma vida expresarme en términos fácilmente comprensibles y dudo si este relato llegará con la pasión que yo siento al escribirla.
Tal vez los escribientes manejen con más facilidad el lenguaje. Si fuera capaz de vislumbrar mis ideas claramente, tomarlas como pinturas de un museo y ordenarlas, crearía un marco que al menos, si no fuera creíble, tal vez fuera entretenido. He de decir que en mis muchos oficios nunca tuve la oportunidad de escribir por una razón que valiera la pena ni la necesidad de formar diatribas, ni sermones para nadie que los mereciera. No obstante al avanzar con la pluma, apuntando en los márgenes, rasgando hojas sueltas y colocando acotaciones, creo, que mi intención no es la forma, si no el fondo y a ello dedicaré este compendio de viajes que mi persona, hace ya más años de los que quiero admitir tuvo la suerte (o la desgracia) de vivir.
Vivir, esa es la idea… Vives tan absorto en la vida que cuando crees saber cómo vivirla la has perdido sin darte cuenta. No se confunda, no pretendo ensalzar una idea pesimista de la vida. Disculpe a este humilde escritor si así lo ha parecido. Al contrario, si en mis últimos días puedo alegrar, entristecer, asombrar o enfurecer a quien quiera que recoja estas líneas, me daré por satisfecho, pues alegrarse, entristecerse, asombrarse o enfurecerse, no son más que lo momentos de la misma vida y mi fin último es ese mismo.
Pero disculpe, ni siquiera me he presentado, mi nombre es Mintak Abrup, Hijo de un humilde buhonero y de su esposa, hermano de la hetaira con más prestigio de todo el reino, cobarde por naturaleza, rebelde por necesidad, defensor sin protectorado, farsante a ratos, especulador de cuentas ajenas, comerciante de pieles sin cazar, tahúr por descuido, vendedor de ideas con doble sentido, político por obligación, servidor por oficio y, según muchos de mis amigos y enemigos, algún  que otro título que dejo olvidado en el tintero.
Si me he excedido adelantando andanzas, no se moleste, todas y alguna más, tienen explicación, aunque he de confesar que más de una y de dos son autoproclamadas; por lo que no pierda el tiempo en buscar en viejos tratados de historia, pues ésta que le voy a contar es la verdadera.
Cierto es, y aún a riesgo de comprometer este epitafio, que como ya sabrá, la verdad, a pesar de lo que digan, no siempre transita ni se mueve por un único camino y  a pesar de todas las dudas, me decido a narrar la mía. Sírvase de creerla o no.
Antes de comenzar, haría bien en explicar el contexto por el que el Reino de Sadiagla fluía. Procuraré no aburrirle demasiado con historia antigua, sin embargo creo firmemente que es importante conocer un pasado no tan lejano para entender lo porqués, los cuándos, los cómos y los dóndes de la desembocadura de cualquier historia. Habrá quienes piensen que Sadiagla siempre fue de la misma manera, que la vida actual solo es producto del inexorable avanzar de los días con las noches y que los derechos inalienables son fruto del desarrollo esporádico de las civilizaciones. Pero no, querido lector, la historia es más espuria en cuanto a sus avances. Debe entender que los hilos que entretejen los tapices de las memorias, a menudo esconden nudos y lobanillos en su cara oculta que de no estar allí, rasgarían el esplendor de la alcatifa.
Ya hace al menos 150 años que nadie pronuncia su nombre. Gódal II El Emperador. Durante los 60 años que duró su gobierno se expandieron las fronteras de Sadiagla hasta los confines conocidos. Tomando a su Dios como baluarte propagó sus ideales a sangre, acero y fuego avanzando por los territorios inexplorados del norte. Los estados que hoy conocemos solo eran parajes desolados de tribus deslocalizadas con culturas demasiado primitivas como para aplacar la marcha del, por entonces, cacique de las Tierras del Lobo. Según las leyendas genealógicas que quedan, su abuelo, Gódal I El Culto, primer líder de su casta, acogió a unos mercaderes perdidos venidos de las inhóspitas tierras desérticas del Sur tras la mayor tormenta de arena que vieron los anales. Estos mercaderes, en agradecimiento, le otorgaron sus bienes más valiosos. Todos y cada uno de los libros, manuales, textos y pergaminos que llevaban consigo. Podría parecer que la entrega de hojas escritas en idiomas desconocidos no fuera tan buen regalo, pero mírelo de este modo. Qué otra cosa existe de más valor que las palabras apropiadas. Qué puede haber más provechoso que el conocimiento desconocido.
Tras la implantación de la, ya desaparecida, academia de interpretadores, se comenzó la ardua tarea del desencriptado de la biblioteca “Desértica”, como se la conoció. Hasta su muerte, Gódal I se instruyó en filosofía y religión, en historia de más allá del Desierto, en Geografías tan lejanas que parecían inadmisibles. Fantasía, Moral, Ética, Crítica… Todos los compendios de la razón que sus viejas manos tuvieron la oportunidad de palpar conformaron la conciencia de su nieto.
No fue hasta 10 años después de su nombramiento como cacique, que de entre todos los volúmenes, se tradujo uno que cambiaría la realidad de su periodo. La Nâ, “la Verdad” o para ser más exactos, “la verdad de la verdad”. Es, porque aún hoy es fácil de conseguir a pesar de sus múltiples cambios y desambiguaciones, una serie de relatos sobre la ceración del mundo; no me extenderé demasiado en lo que describe pero si en lo que en aquel momento representó.
Para los Sadiaglianos, de hace 150 años, el universo, su creación, sus dioses, no eran más que lo “natural”. Entiéndame que cuando digo “natural” no digo “salvaje”, me refiero a que todo cuanto acontecía encontraba su razón “naturalmente”. El destino si se puede denominar así, creaba y daba forma a todo cuanto rodeaba. Sus divinidades, por desgracia perdidas en las arenas del tiempo, eran el agua, que daba la vida, el Sol que daba luz, la luna en combate sempiterno con la noche, la llama, el oso, el lobo…. Eran creencias, diríamos hoy, animistas, simples pero muy “naturales”.
La Nâ, trajo consigo un nuevo modelo de percepción del mundo. Un creador, un escultor que dio forma al “hombre” y lo soltó al cosmos recién creado para que se desenvolviera libre como obra predilecta. La Libertad y la Singularidad. Dejamos de vernos como un conjunto dentro de un todo para convertirnos en los hijos primigenios de un juguetero a nuestro servicio. ¿A quién no reconforta la libertad, quién rechazaría la excepcionalidad?
A lomos de su nueva creencia ascendió al pico más alto de sus tierras y se autoproclamó defensor absoluto de Nâismo. Erigió la construcción más enorme que fue capaz y promulgó su credo por los cuatro costados de la tierra conocida. Allí, en lo que hoy conocemos como la Torre del Creador, nació la historia escrita del Reino de Sadiagla.
Gódal II contaba 33 primaveras y durante otras casi 40 luchó y batalló hasta la Cordillera del Arenal unificando diplomática y belicosamente todo cuanto se cruzó en sus horizontes. Algunas tribus aceptaron de buen agrado las nuevas creencias; la historia nos enseña que las civilizaciones más avanzadas tecnológica y culturalmente absorben a las menos dotadas. Pero no se debió solo al poderío militar y económico, no olvidemos que cada nueva parcela subyugada, debía rendir tributos; era otra fuerza intrínseca tan poderosa como el acero. La determinación, la creencia de ganarse un puesto en un mundo o realidad no supeditada a la “salvaje naturaleza”. Un paraíso utópico donde cada cual recibiría sus más anhelados deseos, sólo por vivir terrenalmente de acuerdo a las enseñanzas de la Nâ.
Esa fuerza, nueva hasta la fecha, derribó muros y portones sin levantar una sola brizna de polvo. Tribus agrícolas, ganaderas y comerciantes en su mayoría, futuras conformaciones de Lockair, Sudernaim, Atur o Volskar, abrieron las manos al “futuro” cual madre aguardando el regreso del hijo.
No quiero que mis palabras parezcan hacer apología de ninguna creencia, tan solo opino que, después de vivir los acontecimientos que relataré, existen fuerzas en la vida que parecen imparables y este momento concreto de la historia fue uno de ellos.
Las tribus más aguerridas, o simplemente indómitas, quien soy yo para juzgar, derramaron su sangre sin saber frente a ellos se alzaba un espíritu de igual ferocidad pero mucho mejor pertrechado.
Con la rendición de las últimas tribus a las faldas del “Arenal” 34 años después de su epifanía. Gódal II se convirtió en leyenda viva y su nombre pasó a llevar “El Emperador” como adición. Sus tierras contemplaban todo territorio conocido, desde el inexpugnable Desierto del Sur, surcando las costas del Océano Tenebroso al Norte, hasta las faldas del muro natural que forma la Cordillera del Arenal al Este. No cabía duda, Gódal fue el elegido del Creador. Como recompensa, imagino, su Dios le dejó disfrutar dos años de su imperio para al fin, a la edad de 69 años, sentarle a su lado.
A Gódal II le sucedió su hijo Mibrub I “El Incapaz”, este pobre diablo tuvo que lidiar con las revueltas y las exigencias de un imperio que no quería formar parte del mismo. Su talante más sosegado marcado por una personalidad depresiva permitió la aparición de reductos rebeldes en los núcleos poblacionales. De manera administrativa y debido a los logros en la conquista, se habían ido creando cargos nobiliarios supeditados al emperador. Así fueron Duques, Marqueses, Condes y Barones, los encargados de repeler estos ataques insurrectos.
Palizas, latigazos, arrastres, mutilaciones, privaciones de sueño y alimento, torturas y homicidios de una creatividad endiabladamente eficiente y angustiosa, estaban a la orden del día. Poca información queda de todo aquello, aún a sabiendas que siguen llevándose a cabo en más de un lugar. Me conformaré por ahora con apostillar que sin ser ningún experto en la psique humana, tengo bien aprendido lo que el dolor mental y físico fragua en el corazón humano. No sería extraño afirmar que a pesar de la mayoría sumisa que acataba el nuevo rumbo imperial, nacía el primigenio caldo de cultivo para las revueltas y escisiones territoriales que acaecerían pocos años después.
Mibrub atajó las preocupaciones dando más poder a sus nobles. Nobles, que además de ávidos de poder, provenían de castas militares sin ningún tipo de cultura regia. Aquellos prohombres recibieron el regalo más preciado que un sádico pudiera ostentar. Se convirtieron en reyes de sus pequeños mundos con cientos de juguetes por romper si les placía. Por supuesto, no todos fueron así, hubo quienes gobernaron con firmeza pero con justicia, honor y dignidad, llevando consigo algunas enseñanzas anticuadas del “servir para todos porque todos eran uno solo”. Tal vez sean esos los relatos que hoy reconocemos al ser representados en las obras teatrales. Sin embargo las leyendas y cuentos sobre la crueldad antigua siguen tan vivas como los tormentos que sufren algunos desaparecidos de nuestras calles, dejando su poso cual pátina de hielo en los cristales.
Esta doble moral, a la que seguramente recurriré a menudo, se me escapa. No la entiendo, ni respeto, únicamente la soporto pues todos nosotros viajamos por senderos con demasiados sentidos.
Tras solo 12 años de gobierno imperial, Mibrub I fue sucedido por su hijo Gódal a la edad de 21 años. Gódal III tuvo el dudoso privilegio de ostentar el título de “El Exterminador”. En su haber carga con la nada desdeñable cifra de dos millones de ejecuciones públicas, si bien es cierto que estas cifras no están claras dada la pérdida de los registros. Según algunos cronistas de fuera de nuestras fronteras, esta cantidad pudo llegar incluso a ser diez veces mayor, sin contar con los ajusticiamientos en calabozos, prisiones y caminos. Se calcula que este jovencito de cabellos rubios y sonrisa agradable diezmo en un 15% la población total del imperio. Tal vez no fuera su mano ni su boca la ejecutora, pero fueron tantas y tan absurdas las infracciones que impuso que incluso correr por el mercado era signo inequívoco de insubordinación a la patria. Baste decir que la volubilidad paranoica de este emperador agresivo y megalómano llegó a tal punto que incluso alguno de sus nobles fueron ejecutados.
Este punto de inflexión en la balanza de poderes mermó la confianza en la grandilocuente idea del “Imperio”. Por suerte para Godaria, el mandato de este genocida no abarcó ni cinco años. Aun así, tuvo tiempo suficiente de autoproclamarse Hijo del Creador, promover un nuevo estado religioso como núcleo de la fe, eliminar la casi completa bibliografía de los libros de historia en el día de la “Gran Quemada” y la dilapidación de buena parte de la riqueza del imperio en dos infructuosas correrías por el Océano Tenebroso y por el basto Desierto del Sur. Supuestas exploraciones en pos de nuevos mundos que nunca regresaron, al menos, durante su gobierno.
Tuve la suerte de conocer al hombre que con su mano arrancó el corazón de esta bestia. Tal vez sea otra historia que algún día me decida a contar.
Tras los sucesos que condujeron al magnicidio, hubo un vacío de poder, dada la falta de heredero, en el cual casas de todos los territorios pugnaron por el control. Es demasiado extenso y complicado relatar quiénes y cómo se dieron lugar lo hechos para acabar con la completa disolución del imperio Sadiagliano, esa tarea se la dejo a los verdaderos historiadores mucho más ductos en la materia que yo. Solo afirmaré que como todo gran cambio en la historia, sucede por más de una razón. Nobleza descontenta, escisiones religiosas, burguesía incipiente, nuevos descubrimientos, reinterpretaciones ideológicas y filosóficas. Elija la que más le guste. Se han escrito tantos libros con teorías de diversa índole que se podría llenar la biblioteca de Mohen y aún faltaría espacio. En mi opinión, solo se debió a una ley universal que mueve invisible los hilos de la vida. Acción…. Reacción. Pero no me distraeré con criterios personales. Eso es algo que desgranaré en páginas posteriores.
Tras la división del inmenso imperio, el continente de Godaria quedó fragmentado en los siente Estados que hoy conocemos. Solla, al sureste y al norte de las tierras áridas del Desierto del Sur, Atur, junto a las faldas de la cordillera impenetrable de Arenal, Mohen al sur de las heladas marcas de suelo quebradizo, Lockair frente a las costas del océano Tenebroso, Volskar como centro de todas ellas y por último, los rescoldos del antiguo imperio en ruinas, Sadiagla.
Tendremos tiempo de conocer más a fondo todas y cada una de las nuevas naciones que nacieron de las pavesas de la historia. No obstante quiero detenerme en Sadiagla, pues de allí procedo. Si soy más preciso, de su capital Selana. Pero volvamos a lo que nos ocupa. Tras los tres años que duró la segregación imperial, un nuevo estandarte ascendió al poder tomando las riendas del nuevo mapa que componía Godaria. Esta joven casa nobiliaria, conservó lo que otras debieron, es decir, recursos y favores. Y ambas fueron de lo más provechosos. Debo hablarles de Sain De Bertón, Primero de la Casa de los Defensores.
La explicación a este pomposo nombre tiene más de leyenda que de historia pero por ser amena la reflejaré aquí. Las Crónicas que se remontan a los días de Gódal II, y que quedaron supuestamente calcinadas el día de la “Gran Quemada” por parte de Gódal III, narran que un joven ermitaño que vivía en la Cuevas de Anodihcra, al sur de Selana, recluido por una extraña promesa, decidió romperla para seguir el blasón de su futuro emperador, sabiéndose destinado para la gloria. Aconteció que durante la última batalla, a las faldas del “Arenal”, este joven de nombre, Vaticio, se interpuso entre el emperador y una flecha; no hubiera pasado por más que otro lance fortuito al fragor de la batalla de no haber sido por quien lanzó la flecha, dónde recibió el impacto, y cómo sobrevivió. Tal vez fuera más extensa en su primera versión pero contaré que Ostrich, el único jefe tribal que aún quedaban en pie, al tratar con el último aliento  de acabar con el líder que amenazaba sus tierras, hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban para tensar un arco de cuerpo largo lanzando una flecha que rauda chifló a través del campo de batalla mientras herido de muerte caía sobre sus rodillas. Con desesperación en la mirada pudo observar como un hombrecillo, más veloz que el viento que silbaba con la saeta, lograba interponerse entre el futuro y el pasado de su nación; reconozco emotiva la lágrima que se dice que cayó de los ojos de Ostrich mientras estampaba su faz en la polvorienta tierra del Arenal. Este venablo cargado con la furia de todo un pueblo murió en el ojo izquierdo de Vaticio vaciando su cuenca sin dañarle los sesos, engrandeciendo su figura como salvador del héroe del nuevo imperio.
Otra leyenda mucho más satírica cuenta que el susodicho emperador estando ocupado haciendo sus necesidades tras un matorral, moviéndose acaloradamente cuando dicho muchacho pasó por allí, confundiendo a unos cazadores quienes dispararon su arco interpretando las dos figuras con un ciervo a la penumbra de la mañana y acertando de lleno en su nalga, eso sí, la izquierda.
Lo importante y de ahí la historia, es que fue nombrado caballero, y en generaciones posteriores su descendencia pasó a formar parte de la nobleza de alta cuna. En virtud de las magníficas estrategias propagandísticas, alcanzaron renombre en muy pocos años y hoy conservan esa idiosincrasia regia. Todo, gracias a una posadera herida.
No quería hacer mofa de ninguna casa real, más aún porque a pesar de pertenecer su mandato a una etapa de tinieblas y convulsión, Sain de Bretón supo rodearse de excepcionales consejeros que marcaron el inicio de una fugaz década de luz, progreso y evolución humana. Este mundo vio nacer nuevas ideas religiosas, inventos increíbles, tecnologías espectaculares, políticas innovadoras, clases sociales inéditas, avances en todas las materias del hombre. En fin, una década asombrosa y prometedora que se sobrepuso a las calamidades de la guerra.
Como decía, este monarca, supo tener a sueldo grandes próceres cuya única misión fue la de alejar al Reino de Sadiagla del profundo pozo en que estaba sumido. La respuesta, no por sencilla, dejó de ser magistral. Pocos años antes, había aparecido una máquina capaz de copiar páginas enteras de los libros en minutos. Dado que un copista o escribano tardaba meses en transcribir libros enteros a costes altísimos, este artilugio supuso la expansión y la libre circulación de conocimientos antes solo permitidos a las grandes fortunas. La imprenta, así llamada, fue un regalo del creador. Este armatoste de hierro de más de dos metros de alto por otros tantos de largo con una plancha de presión manual con clavijas movibles labradas con letras se convirtió en uno de los mayores progresos de la humanidad. Quiero incidir en ello pues de la noche a la mañana cientos de panfletos adornaron las calles de todas las poblaciones de Sadiagla proclamando todo lo bueno y beneficioso que su nuevo Rey traía consigo. Cierto es que prácticamente nadie sabía leer pero eso era lo de menos, los pregoneros se encargaban de que llegase a oídos de todo el populacho y el sello real impreso con cera sobre el mismo hacían el resto.
No estaría bien dejar en el aire esta cuestión aún a sabiendas que incidiré en ella ulteriormente. La Mercadotecnia, es esa incomprensible ciencia que busca el aumento de la demanda de un producto por los medios que sean precisos. Bien, al igual que la venta de un artículo, la confianza, la seguridad e incluso el amor se puede vender. No diré que sea fácil, pero sí muy posible la capacidad con los medios apropiados. La imprenta fue el eslabón más provocativo de esta cadena de mentiras y medias verdades. El hecho de permitir el acceso a la información para gran parte del público, y sobretodo, tener el total control de la misma, era el escenario perfecto para reinventar la realidad al antojo de los mandatarios. La publicidad, otro concepto nuevo por estas fechas, mostraba las deficiencias al pueblo con una mano enseñando sus anhelos cumplidos en la otra. Una genialidad sublime.
No me extenderé en ello por más tiempo, pues, como ya he dicho, tendré que tratar este tema con mayor precisión y crítica. Lo cierto es, que daba igual si el rey o sus nobles hacían o deshacían cualquier circunstancia, la certidumbre de la plebe no mermaba.
Pero la historia vuelve a enseñarnos una y otra vez que nada permanece inmutable y los avances como ríos frente a presas artificiales, sin importar el tiempo que precisen, se abre camino.
Rondándole la muerte, Sain de Bertón pudo sentir como su pequeño universo se desmoronaba y en una de sus noches en vela, a la luz de un candil que combatía frente a una noche estival, redacto su testamento. En él aparecía una palabra que comenzaba a sonar como un grito por las fronteras de Sadiagla, una voz nueva, nacida de las ideologías más libertarias que habían comenzado a surgir tras la generalización de la imprenta y sus posibilidades para con el conocimiento. Un vocablo que unía a la chusma y la levantaba en armas por un credo sin dioses. Demasiado peligroso para dejar que siguiera susurrándose por los pasillos del palacio y demasiado implacable para reprimirlo.
Por las calles corrían rumores de estados sin reyes, gobiernos elegidos libremente por decisión del vulgo, leyes escritas por y para la gente de a pie. Patrañas, Mentiras, solo podía ser eso, pero cada nuevo amanecer, cada nuevo viajante de acento extraño, cada nuevo libro que pasaba la frontera escondido en un baúl desconchado, cada nuevo divulgador conspiranóico lanzando proclamas en las plazas de los pueblos, dejaba su impronta en la masa ignorante que atestaba los pasajes. La Democracia, el gobierno del pueblo.
Antes que dejar a su sucesor con el inconveniente de lidiar con esa lucha, tuvo la osadía de robarla para sí, enardeciéndola como suya y coreándola junto a su nombre. Sain de Bertón, el Rey que trajo la Democracia. Que desfachatez.
A su muerte se legalizó la libre asociación de ideologías, es decir, se permitió la creación y agrupación de partidos políticos fueran cual fueses sus dogmas. Se redactó una carta magna  estableciendo las bases de las libertades, derechos y deberes inalienables de cualquier Sadiagliano, se permitieron las manifestaciones públicas de índole direccional y por fin, se fijaron las fechas para la primera elección mediante voto secreto con sufragio universal y los tiempos de mandato máximo. A mi juicio, todo ocurrió demasiado deprisa, demasiado pronto, no estábamos preparados ni cultural ni administrativamente, pero de haber podido proceder de alguna manera, habría dejado que la historia actuara de la misma forma, aún a sabiendas de lo que conllevó. Aunque no siempre he obrado ni pensado de la misma forma, si reconozco en lo más hondo de mi corazón que la única libertad que puede tener un hombre es la libertad de acertar o equivocarse.
La figura del Rey no se suprimió, y de hecho fue su sucesor, Polag de Bertón, quien contribuyó de buena fe al gran cambio que sobrevino, o al menos eso aparentó. Su cargo al parecer, solo se convirtió en algo representativo, como un embajador de alto rango, con los mismos poderes que cualquier ciudadano pero protegido por un cargo que actuaba como símbolo del reino. La nobleza por el contrario, perdió todo su poder, al menos, legislativo, en favor de una burguesía autodenominada aristocrática; no quiero decir que se traspasaran poderes, pero amigo, como dijo algún prohombre cuyo nombre no recuerdo, “poderoso caballero es Don Dinero” y la clase religiosa mantuvo como desde el inicio  de los tiempos de la Nâ un poder velado mantenido por la ignorancia bien adiestrada durante décadas de las clases más bajas, es decir, casi la totalidad del pueblo llano.
Con las primeras elecciones dos grandes formaciones políticas quedaron erigidas como dueñas del poder institucional. Por un lado, los proclives al desarrollo cultural, más extremistas en cuanto al control público administrativo; y los conservaduristas, inclinados al continuismo gubernamental, autopregonados adalides de planteamientos económicos. Unos tenían la masa popular y la palabra, otros el capital y la administración informativa.
Durante años fueron turnándose como en un balancín sobre su eje. Legislaciones cambiantes y completamente antagónicas alternaron una y otra vez alejándose cada vez más de la población que decían representar. Si a ello sumamos una relativa mejoría económica estatal y la creación de planes educativos obligatorios, los cuales narraré como beneficiario, produce una población desarraigada de sus mandatarios y lo suficientemente lúcida para ver los diferentes caminos que pueden tomar.
Yo solo contaba con 16 años cuando todo estalló. Esta que a continuación van a leer es mi historia.

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